sábado, 22 de agosto de 2015

Elvira de la Puente Haya

 
MEMORIAS DE ELVIRA

El viernes tres de agosto de 1979, la Quinta Mercedes de Vitarte, amaneció envuelta en una tristeza y soledad infinitas. La noche anterior, a las 10.45, Victor Raúl Haya de la Torre había dejado de existir. Un paro cardíaco había puesto punto final al largo tiempo que pasó luchando contra el cáncer que lo aquejaba. Aún cuando la enfermedad estaba ya muy avanzada en su cuerpo, él decía "aquí estoy: fuerte y sano". En una carta había escrito una vez a un amigo: "Si algún día me enfermo, será de un ataque de fe".

"Haya de la Torre murió anoche de paro cardíaco", decían las primeras planas al día siguiente. "El Comercio", aunque no compartía las ideas políticas de Victor Raúl, cerraba su editorial diciendo "Se ha cerrado una página que contiene medio siglo de la historia de nuestro país. Medio siglo de la vida de un hombre que se consagró a un ideal. Ha muerto un peruano universal, sus ideas son ya patrimonio de la cultura occidental." "Haya de la Torre nunca abdicó de sus ideales", decían incluso los diarios que nunca habían simpatizado con "Tristeza y soledad en Villa Mercedes", decía "La Prensa". "Un viejo guardián de Vitarte no pudo contener gruesas lágrimas que rodaron por su rostro, al contemplar la profunda y lacerante soledad en que ha quedado la quinta."

Villa Mercedes, el tranquilo hogar donde vivió su última década, no era propiedad de Victor Raúl, sino de su prima hermana, Mercedes de la Torre de Ganoza, hermana del pintor Macedonio de la Torre. Haya de la Torre no era dueño de ningún inmueble, exceptuando su propia tumba, que él mismo adquirió en vida, en Trujillo, junto a las tumbas de sus padres. No dejaba ninguna herencia, nunca tuvo una caja fuerte, ni una chequera, ni más dinero del que llevaba en el bolsillo. No le interesaba la propiedad material, y era enemigo de las deudas.

Después de sus actividades en el Partido, Victor Raúl llegaba a Villa Mercedes casi siempre bastante después de la media noche. Era conocido por trabajar sin descanso y dormir un promedio de cinco horas al día. "Ya dormiré cuando me muera", decía. Y lo poco que ganaba, con sus libros, escritos y conferencias, iba directamente a su trabajo, a sus obras, a su gente que se reunía en la Casa del Pueblo y que él quería como si se tratara de su propia familia, a "su" Comedor, a la Fundación para la Navidad del Niño del Pueblo, a su lucha. Su talento, su fuerza y su fé, eran su único capital.

 



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