
El
viejo caminaba pensativo, enterrando sus grandes zapatos negros en la arena
feraz del valle de Chicama. Lo seguían de cerca varios hombres de gestos impasibles,
entre ellos Carlos Cox quien había improvisado una cabaña de palos y esteras, bastante
amplia, con una alta claraboya y una puerta precaria que daba a un canal de
agua. En el interior había una mesa pequeña dispuesta en el centro con los
libros fundamentales del aprismo, una ruma de un millar de folios en blanco, y
bolígrafos de varios colores. Enfrente nueve sillas simples, barnizadas, de
espaldar recto, y repartidas en media luna.
Desde aquel lugar, según el
jefe, se iba a decidir la suerte del partido y quién sabe si la suerte del país,
o el continente. Esta situación no se parecía a cuantas situaciones había
tenido antes el PAP. No había necesidad de emboscar a la policía represora o
quemar las haciendas de los oligarcas, ahora la cuestión no era tan bélica, ahora
el campo de batalla eran las ideas. Que no era una tragedia menor. Y como si fuera
premonitorio del momento que se vivía, solo se vislumbraba el raso puntiagudo de
los cañaverales que eran como cuchillos en su recorrido infinito de la playa a
los cerros.
A esas horas tempranas del día,
las cuadrillas de campesinos habitantes de
la localidad que habían pasado de ser esclavos enganchados de las vecindades de
Chota y Cajatambo a principios de siglo, y ahora cooperativistas agrarios a
golpes de gobierno de facto, ya estaban entregados a las duras labores de labranza;
y por el sudor, la fatiga y el machete que descargaban de manera colectiva, apenas
si podían distinguir en la lejanía al insólito grupo de personajes de la política
peruana que estacionaban los dos coches Chevrolet de color negro, acharolado, debajo de un bucólico
y seco arce.
La gente blanca y enternada traían casi siempre malos
recuerdos a estos apartados valles. Pero se trataba del jerarca máximo del Apra y sus principales
discípulos, cuya presencia en los
antiguos terrenos de los enganchados tenía un cometido tremendo, una cuestión
fundamental que lo había inquietado durante los últimos años y, que más de una
vez lo obligó a levantarse de noche, traspasando la penumbra de ese desasosiego
y sudando copiosamente, pensado en la solución política al problema de su inexorable
desaparición física. No había revelado a nadie, ni siquiera a su médico de
cabecera, Dr. José Zegarra Pupi el origen de estos malditos desvelos. A esta circunstancia
temible obedecía la organización del viaje, y las llamadas telefónicas que
desde su residencia en villa mercedes, él mismo había hecho a sus fieles colaboradores
y compañeros de siempre. El tono que empleó era grave, y el estilo según lo
describió Manuel Seoane, era verdaderamente trágico. Le había recordado una
ópera, la de los nibelungos heroicos de Wagner o la escena triste de Hamlet y el
fantasma de su padre asesinado. Haya lo meditó hasta el desquiciamiento, consistía
en un único punto a tratar y tenía la forma de una interpelación personal, no
tanto llamativa como funesta: “¿el Apra podrá
sobrevivirme?”
Este era un capitulo que no
estaba superado, y que era “indispensable
para el porvenir de la vida del partido, capital para la vida de la nación, y de la américa en la lucha, en el dolor y en la
victoria”. Por eso mismo la zona de
arenales norteños estaba bien elegida. No podía ser otra que los valles
azucareros de la libertad, donde se había gestado el aprismo, su doctrina y su
martirologio.
Tenía 72 años, y en su maciza
fe quedaba pendiente una brecha que sentía que tenía que cerrar. Alzó el
semblante al cielo azul. Un aire terroso agitó el ala blanca de su sombrero. “Si se mueren los lideres por la
inevitabilidad de su marcha biológica, no tienen por qué morirse sus obras. Los
partidos deben perennizarse, parapetarse en la resistencia heroica de su moral.
Erguirse delante de la carroña pública del Estado, y sus corruptos aliados”.
Reflexionaba apesadumbrado.
Pese a su edad, el viejo
hombre logró dar un salto largo y ágil sobre un montículo de tierra y caminó después por una
rampa de madera, apoyándose en todo momento por el brazo leal de Idiáquez. Su mirada
era lóbrega, y no se debía al viaje de tantos kilómetros desde Lima por
carretera, que la hacían casi siempre de noche y en condiciones estrictas de seguridad,
era la pregunta que lo martillaba para dar con la respuesta más idónea, más
justa, y más patriótica. Entonces ocurrió que sobre las humildes acequias de
este valle, puesto por la historia del combate social, de liza, frente a sus
círculos más entrañables dijo, como si estuviera al borde del instante más
crucial: “Y si el partido no muriese
conmigo, y si sólo se deformara. ¿Qué tanto se deformaría la promesa auroral
del APRA, con mi extinción vital…?” Su mirada era sobrecogedora, cargada
como de un fatídico presagio.
Hay abundantes documentos al
respecto de esta tormentosa preocupación de haya de la Torre, sobre las veces
que su pensamiento clarividente intentó otear (tantas veces), el porvenir de su
organización política, sin él. Y jamás imaginó, o no deseaba conjeturarlo, que
la muerte de su partido, la muerte moral, la que realmente le interesaba, provendría
de adentro, de sus filas, las más sensibles, de aquellas en la que su vehemencia
principista se agotó trabajando acuciantemente en jornadas indesmayables, la
que llamaba: sus “inmaculadas esencias
juveniles”, ese verdor de las juventud aprista en las que había depositado su
mayor esperanza. Que si bien era hasta cierto punto natural presumir que su muerte
traería consecuencias imprevisibles para el desenvolvimiento del partido, no
era lo mismo creer que la “juventud indoamericana” mejor preparada, y sus
militantes con más experiencia política ultimaran al Apra en el gobierno, en la
hora sublime de la gran batalla contra el imperialismo.
Haya percibió, como los
partidos, incluso los de naturaleza más ardiente, expiraban con el
fallecimiento de sus fundadores. Esta inquietud se transformó en la ancianidad, en una asoladora angustia, en
un estado de continua zozobra. “Es un
misterio la muerte, pero un enigma lo que acaece después de ella. No obstante
las ideas no tienen por qué desvanecerse con sus artífices. Los partidos mueren
por una cuestión de la mecánica de la biología, aunque bien vista las ideas
sean vigorosas e inmortales”. Unas semanas antes del viaje, dejó traslucir
estos sentimientos, y escribió una carta a un periódico, apoyándose en aquello
que podía hacer al Apra incorruptible a los avatares del ejercicio del gobierno
y el fin de la vida (la suya especialmente), sostuvo que eran “las ideas y la moral, redentoras”. Resumió
que el programa (único, inalterable e irrevisable) del partido, era la
expresión no sólo de su ideología, o de su pureza delante de otros pensamientos
dominantes, sino junto a la limpieza de sus consciencias, el solitario camino de
“subsistir en el tiempo, y al tiempo”.
Esta especie de conclusión lo
tranquilizó un poco, mientras contemplaba como las hojas y las pajas resecas
esquivaban la corriente del agua serena, que las emplazaba en un gracioso y
diminuto remolino en el centro del cauce. Su atención fue interrumpida por el
llamado de la convocatoria, ya era la hora, los nueve ya estaban tomando
asiento a la espera de conjurar aquellos miedos espantosos sobre la deformidad
de las ideas y la claudicación de sus partidarios. Y levantando muy en alto la
mano izquierda, gritó: "¡Viva el Apra!" A la que los congregados algo sorprendidos
y levantando también la mano izquierda, y encubriendo cierta incertidumbre y
espera, le siguieron con un vibrante: ¡Que viva!
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