El escarpado de nieve tendría cien metros, me parecía que subía en línea recta. Mi corazón estaba a mil. Mis manos chorreaban sangre y todo mis pensamientos se concentraban en el poder de la muerte que podía acumular en un instante. Como si matar fuera una magnitud susceptible de ser medida. De hecho era una intensidad mortal la que se liberaba de mí. Estaba conmovido.
Los juguetes que continuaban todavía en sus cajas navideñas, y que alguien había dispuesto en dos estantes de la pared de manera minuciosa, diríamos que con amor, saltaron hechos trizas. La pólvora me cerró la visión a las figuras que corrían a esconderse en los rincones de la casa, como cucarachas. Tuve que hacer un alto para reírme. Las emociones me desbarataban el pecho. Abría la boca enseñando los mastines. Cuando recobré un poco el pulso una mujer estaba arrodillada abrazada a mi pierna derecha. ¿Qué hacía allí esa puta? La saqué de un tiro seco en la frente. Se formó un gran boquete en medio de sus ojos celestes. Vaya, dije. Entonces por la escalera del fondo un pedazo de pellejo se zarandeó, llevaba un bate de béisbol. A través de los orificios de mi capucha negra vi de quien se trataba. Era absolutamente decepcionante. Como monstruo me estaba dejando en ridículo. Sí, señor. Ese ser era un repugnante y tembloroso anciano que intentaba atacarme. Sería el padre de la puta de ojos celestes, el que apenas podía sostener aquella arma de madera, la levantó sobre él y cuando dio un paso adelante le disparé en una pierna, la bala debió entrar y salir en ese delgado carrizo. A lo mejor no le tocó, volví a hacer otro disparó esta vez en la otra pierna. El desgraciado no se movió. Fue en ese momento que escuché el estruendo de una carga y observé el instante de un fogonazo de partículas encendidas que delinearon en la oscuridad una figura enclenque. El anciano me había disparado con un bate de béisbol. Tenía las tripas afuera. Salí despavorido de la casa. El escarpado de la nieve para salir de aquel maldito lugar tendría como cien metros.
Los juguetes que continuaban todavía en sus cajas navideñas, y que alguien había dispuesto en dos estantes de la pared de manera minuciosa, diríamos que con amor, saltaron hechos trizas. La pólvora me cerró la visión a las figuras que corrían a esconderse en los rincones de la casa, como cucarachas. Tuve que hacer un alto para reírme. Las emociones me desbarataban el pecho. Abría la boca enseñando los mastines. Cuando recobré un poco el pulso una mujer estaba arrodillada abrazada a mi pierna derecha. ¿Qué hacía allí esa puta? La saqué de un tiro seco en la frente. Se formó un gran boquete en medio de sus ojos celestes. Vaya, dije. Entonces por la escalera del fondo un pedazo de pellejo se zarandeó, llevaba un bate de béisbol. A través de los orificios de mi capucha negra vi de quien se trataba. Era absolutamente decepcionante. Como monstruo me estaba dejando en ridículo. Sí, señor. Ese ser era un repugnante y tembloroso anciano que intentaba atacarme. Sería el padre de la puta de ojos celestes, el que apenas podía sostener aquella arma de madera, la levantó sobre él y cuando dio un paso adelante le disparé en una pierna, la bala debió entrar y salir en ese delgado carrizo. A lo mejor no le tocó, volví a hacer otro disparó esta vez en la otra pierna. El desgraciado no se movió. Fue en ese momento que escuché el estruendo de una carga y observé el instante de un fogonazo de partículas encendidas que delinearon en la oscuridad una figura enclenque. El anciano me había disparado con un bate de béisbol. Tenía las tripas afuera. Salí despavorido de la casa. El escarpado de la nieve para salir de aquel maldito lugar tendría como cien metros.
Carlos Rodríguez E.
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