Alegre, espontánea, vital, Olga Peretyatko transmite vida. Hablamos en su día libre en el Metropolitan, donde interpreta Gilda, el papel verdiano que ha ocupado la mayor parte de su año. El mismo elegido por la soprano petersburguesa para su debut, acto seguido de Nueva York, en el Teatro Real de Madrid, donde estará hasta finales de diciembre. Reencontrándose con Leo Nucci, el barítono con quien tocó el cielo del bis en la Arena de Verona, encarnando también entonces a la hija de Rigoletto. En el apartamento convertido en su trinchera por algo más de un mes, se muestra relajada. El nervio que la mantiene en contínuo movimiento -consultando sus agendas o mostrando las fotografías con calidad de profesional que hizo en los toros de Sevilla- lo cultiva con café. “Es el tercero de hoy y son las doce de la mañana”, dice como prólogo, levantando la gran taza blanca en un saludo con valor de brindis. “El café de Nueva York es agua”, se me ocurre argumentar cediéndole el remate: “El de Nueva York, si. Pero cuando salgo de Italia llevo siempre conmigo la Moka para preparar mis expresos…”. Primera risotada, y nos metemos en harina.
Tras unos primeros pasos en Alemania en 2005 ¿fue Pesaro el activador de su carrera un año más tarde?
En 2005 no empezó mi carrera como tal, pero es cierto que ese año pisé ya las tablas de un teatro en las representaciones que hicimos los alumnos en la Opera Studio de Hamburgo. En 2005 participé también junto a Richard Bonynge en la grabación de Semiramide de Meyerbeer. Y como siempre en la vida una circunstancia va encadenando la siguiente hasta llegar al Festival Rossini de Pesaro de 2006. Allí estaba Alberto Zedda, para quien hice una audición con un aria de L’occasione fa il ladro, lo único de Rossini que conocía, y otra de Konstanze de El rapto en el serrallo. Cuando canté el tema mozartiano, recuerdo cómo a Zedda se le empezaron a saltar las lágrimas. Sólo se me ocurrió decirle que si lo había hecho tan mal. Se echó a reir por el comentario y me invitó a la Accademia Rossiniana que dirigía y dirige.
La cantera para nutrir cada año con alumnos el reparto de Il viaggio a Reims.
Eso es, y con ese fin me encomendó dos papeles de peso, un caso que nunca antes se había dado en la Accademia. Al ser soprano coloratura, y en ese momento más aun, me cayó la Condesa de Folleville. Pero, escuchándome, me dijo que, puesto que en mi voz percibía la potencialidad de soprano lírica, le echase una ojeada a Corinna. La preparé en tres días, en los que, por estrés, me salieron, al menos, otras tantas canas. Estábamos en el teatro de diez de la mañana a diez de la noche. Ni siquiera me daba tiempo a verle a él. Al final me aprendí los dos papeles, preparándolos con cuatro repartos distintos, porque en la Accademia hasta el último momento no se decide quién canta cada función. En la primera canté la Condesa y, dos días después, Corinna. Al parecer, el maestro se dio cuenta de que la chiquilla tenía madera, y me invitó a cantar en 2007 en el Otello con Gregory Kunde y Juan Diego Flórez. Es en ese momento, pensando en todos los periodistas que había por la expectación que había levantado el título, cuando considero que arrancó mi carrera. Hasta entonces no me habían llegado tantos contratos como los que empecé a recibir. Mi escaparate fue el Festival Rossini de Pesaro: a partir de ese año empecé a moverme como freelance por todo el mundo.
La primera invitación le llegó de España.Efectivamente. Lo primero que canté después de aquella Desdémona fue la Voz del Cielo en un Don Carlo de Valencia.
Pesaro es su referente, hasta el punto de haber fijado allí su residencia.
A partir de Otello he cantado allí prácticamente en todas las ediciones. En 2009 volví como Giulia en producción de La scala di seta de Damiano Michieletto que trajimos a Valencia. En 2010, siendo Aldimira, de Sigismondo, conocí a Michele Mariotti.
Punto y aparte en su vida. (...)
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