lunes, 15 de febrero de 2016

Periódico de ayer - Héctor Lavoe El sonero maldito




 Héctor Lavoe no era un profesional modélico. Según aumentó su fama, perdió fiabilidad sobre el escenario: llegaba tarde o no aparecía para los conciertos. Lavoe publicó una canción humorística sobre sus costumbres, El rey de la puntualidad.
En los años ochenta, muchas de las actuaciones del salsero tendieron hacia lo catastrófico. Se le vio malvendiendo su talento en los intermedios de espectáculos deportivos, en programas infames de televisiones suramericanas. Necesitaba dinero fresco y se apuntaba a un bombardeo. Vamos a decirlo suavemente: la discográfica que editaba sus éxitos, Fania, no era diligente para pagar royalties; como todos sus compañeros de sello, Héctor vivía de los directos. Y su música, que requería grandes formaciones instrumentales, no permitía ganancias millonarias.
Lo inseguro de sus directos terminó espantando a su público potencial. En junio de 1988 se presentaba en un coliseo de Bayamón, en su Puerto Rico natal. Se vendieron menos de trescientas entradas, y el promotor, Ralph Mercado, hombre fuerte de la salsa, decidió suspender el concierto. Lavoe, que no quería decepcionar a sus compatriotas, salió a cantar; le cortaron la corriente. Se lo tomó mal, muy mal. Al día siguiente se tiró desde la novena planta de su hotel. Sobrevivió, pero quedó quebrado.


Ése y otros desastres de Héctor pueden tener explicaciones sencillas: se hacen muchos disparates bajo los efectos de las drogas. Y el cantante era politoxicómano: consumía medicamentos peligrosos, pero también cocaína y heroína en grandes cantidades. En tiempos dorados tuvo de lo mejor. Cuando llegaron las vacas flacas tuvo que salir a la calle e incluso compartió jeringuillas con otros desdichados en las shooting galleries, edificios abandonados donde se juntaban para inyectarse los yonquis más tirados.
Un aviso: todo lo que rodea la vida oscura de Héctor es nebuloso, suena a exageración, acepta rumores contradictorios. Desapareció durante unos meses en 1978 y se aseguró que acudió a desintoxicarse a una clínica madrileña. La versión alternativa parece más probable: convencido de que alguien había encargado un trabajo de brujería contra él, acudió a un babalao (sacerdote de santería) para que le hiciera una limpieza; el tratamiento le mantuvo una temporada lejos de las calles.
Las reglas no escritas de la música latina también contribuyeron a la confusión: el grado de hipocresía era monumental. Por supuesto, en la salsa se ocultaba el uso de drogas, nada de guiños o alardes al estilo de los rockeros. Tampoco se reconocía abiertamente la creencia en la religión afrocubana. "Cosas de negros", se aseguraba, aunque figuras igual de blancas que Héctor fueran devotas de Changó y compañía. Digamos que Lavoe jugaba a dos bandas. Su primer elepé en solitario (La voz, 1975) se abría con un saludo a Jesucristo, El todopoderoso; cuatro temas más adelante estaba una vibrante canción santera, Rompe Saragüey.
En la práctica, todas esas debilidades y ambigüedades llegaban a los oídos del público de Héctor vía radio bemba (el boca a boca). Y aun así, todo se le disculpaba. Primero, por su arte. Cantaba con un sabor que revelaba su autenticidad popular, pero con una dicción muy clara. Era magistral como sonero, es decir, como improvisador en la excitada coda que corona un tema salsero. Lavoe tenía chispa y labia (a veces demasiada, si hemos de creer las historias de espectadores irritados que terminaron agrediéndole). Cultivaba el carisma del bravo de barrio, aunque lo suyo tenía más de vacile que de dureza genuina.
Ésa era la herencia de sus años con Willie Colón, el director de orquesta que le descubrió en 1967. Frente a la almidonada presencia de las estrellas latinas, habituadas al esmoquin y la pajarita, la pareja Colón-Lavoe jugaba con la estética del malandro. Se vestían de mafiosos o penados, bautizaban sus discos con títulos agresivos como El malo, Cosa nuestra, La gran fuga, El juicio o Lo mato si no compra este LP. Una arrogancia que justificaban con la fiereza de su música, potenciada por sus trombones y su internacionalismo: aunque ambos tenían sangre puertorriqueña, añadieron ritmos brasileños, melodías africanas, aires panameños. Encarnaban la salsa en su vertiente más cosmopolita (¡y salvaje!). Que no se olvide que, en su etapa de esplendor, esa música reflejaba los anhelos de la minoría hispánica en Nueva York, que abandonaba la invisibilidad y exigía sus derechos políticos.
Pero la pareja bandolera se rompió. Es uno de los grandes misterios de la historia de la salsa: en 1974, Colón le entregó su banda, llave en mano, y Lavoe pudo volar en solitario. No fue una ruptura personal: Willie siguió funcionando como su productor, aunque para sus propios discos prefirió trabajar con un talento emergente, el compositor y cantante Rubén Blades, que acentuó su faceta de crítica social. La de Willie y Héctor fue una relación rara, no aclarada por los textos atormentados, llenos de reproches y golpes de pecho, que Colón publicó tras la muerte de su protegido. No llegaba a reconocer lo elemental: que se puede admirar a un artista maldito, pero otro asunto es convivir profesionalmente con él.
¿Qué veían las masas latinas en Lavoe? En el caso de los puertorriqueños había una identificación con su trayectoria. Sabían que era muy jíbaro: Héctor Juan Pérez había nacido en Ponce en 1946, emigró a Estados Unidos con 17 años. Había demostrado precocidad musical, pero fue estudiante inquieto en el conservatorio, impaciente ante profesores que querían limar sus aristas y modelarle como cantante romántico. La forja del rebelde: para dejar la isla debió romper con su padre, que era músico, pero recordaba que otro hijo fue a Nueva York y murió de sobredosis; el réprobo se refugió en la casa de su hermana, en el Bronx.
Con la fama, todo lo que rodeaba a Héctor adquirió perfiles de culebrón. Gran seductor, en 1968 llegó su primer hijo, fruto de la relación con Carmen Castro. Se supone que, el mismo día que bautizaba al crío, otra mujer le informó de que también ella estaba embarazada. Esta segunda novia, Nilda Román, se convertiría en su esposa, después de hacerle jurar que cortaría su relación con Carmen y su criatura. La Román entraría en la leyenda como Puchi, la compañera de días felices y años terribles.
 
La caída de Lavoe a los abismos estuvo acelerada por una racha de mala suerte que supera la imaginación de cualquier escritor de telenovelas. Hubo una fugaz reconciliación con su padre, inmediatamente eclipsada por una serie de desgracias familiares. La más dura fue la muerte del hijo que había tenido con Puchi, víctima de un disparo accidental. Su casa en Queens se quemó, y él quedó herido. Le diagnosticaron la presencia del virus del sida.
Todo se conjuró para dar verosimilitud a su creación más famosa. Obra de Rubén Blades, El cantante es una vuelta de tuerca sobre el tópico del entretenedor que debe tragarse sus miserias íntimas cuando se encienden los focos. Sonaba a autobiografía, aunque muchos otros artistas la han hecho suya: Andrés Calamaro la recuperó y dio título a su disco de reaparición de 2004, tras su propia temporada en los infiernos.
La agonía de Lavoe fue prolongada. Hay relatos terribles que le presentan como una piltrafa, un zombi al que había que vestir y alimentar. Incapaz de dar conciertos completos, volvió a integrarse en Fania All-Stars, la bulliciosa agrupación estelar con la que recorrió el mundo, desde La Habana hasta Kinshasa. Allí sólo tenía que cantar algún tema, pero incluso eso suponía demasiado esfuerzo. El momento terrible ocurrió en Nueva Jersey en 1990: cuando le tocaba interpretar su triunfal Mi gente fue incapaz de emitir un sonido.
Prácticamente, allí acabó su vida pública. La última aparición fue en un concierto en Manhattan, destinado a recaudar fondos para sus necesidades médicas: no pudo cantar. Unos meses después, en junio de 1993, sucumbió a una crisis cardiaca. El entierro resultó tan caótico como sus peores conciertos. "Murió en la miseria", proclamaban los titulares. Tocada su fibra sensible, miles y miles de neoyorquinos acudieron a despedirle. Hubo enfrentamientos, embotellamientos, masas histéricas que le acompañaron hasta un cementerio del Bronx.
En los años finales, Lavoe llegó a vivir abandonado por todos: hasta Puchi se alejó, indignada por su afán autodestructivo. Un percusionista, David Lugo, se ocupó finalmente de él. Lo que parecía un gesto hermoso se enturbió tras el sepelio. Lugo presentó un documento notarial en el que Lavoe le convertía en su albacea, con poderes para gestionar una fundación que combatiría el sida, ayudaría a músicos jóvenes... Castillos en el aire, ya que el cantante estaba en números rojos. Una situación que no se iba a remediar con las ventas póstumas de sus discos: Fania mantenía la costumbre de no pagar a sus artistas. Aún más humillante: la discográfica rescató grabaciones incompletas de Héctor y Willie Colón insertando la voz de un admirador, Van Lester.
Puchi impugnó aquel dudoso testamento y peleó por mantener la memoria de Héctor. Consiguió resultados: de hecho, hay una segunda película sobre Lavoe en marcha, The singer, impulsada por La India, notable artista salsera. 
Pones ahora sus discos o ves los vídeos con Fania All-Stars y es como una explosión de ritmos, algo desbordante. Supuso algo más que un punto álgido de la música latina: tipos como Miles Davis iban a sus conciertos, sabían que aquello era lo más caliente del momento".
 

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