jueves, 25 de febrero de 2016

Deformidad en las ideas


 
El viejo caminaba pensativo, enterrando sus grandes zapatos negros en la arena feraz del valle de Chicama. Lo seguían de cerca varios hombres de gestos impasibles, entre ellos Carlos Cox quien había improvisado una cabaña de palos y esteras, bastante amplia, con una alta claraboya y una puerta precaria que daba a un canal de agua. En el interior había una mesa pequeña dispuesta en el centro con los libros fundamentales del aprismo, una ruma de un millar de folios en blanco, y bolígrafos de varios colores. Enfrente nueve sillas simples, barnizadas, de espaldar recto, y repartidas en media luna.

Desde aquel lugar, según el jefe, se iba a decidir la suerte del partido y quién sabe si la suerte del país, o el continente. Esta situación no se parecía a cuantas situaciones había tenido antes el PAP. No había necesidad de emboscar a la policía represora o quemar las haciendas de los oligarcas, ahora la cuestión no era tan bélica, ahora el campo de batalla eran las ideas. Que no era una tragedia menor. Y como si fuera premonitorio del momento que se vivía, solo se vislumbraba el raso puntiagudo de los cañaverales que eran como cuchillos en su recorrido infinito de la playa a los cerros.

A esas horas tempranas del día, las cuadrillas de campesinos  habitantes de la localidad que habían pasado de ser esclavos enganchados de las vecindades de Chota y Cajatambo a principios de siglo, y ahora cooperativistas agrarios a golpes de gobierno de facto, ya estaban entregados a las duras labores de labranza; y por el sudor, la fatiga y el machete que descargaban de manera colectiva, apenas si podían distinguir en la lejanía al insólito grupo de personajes de la política peruana que estacionaban los dos coches Chevrolet de color negro, acharolado, debajo de un bucólico y seco arce.

La gente blanca  y enternada traían casi siempre malos recuerdos a estos apartados valles. Pero se trataba del jerarca máximo del Apra y sus principales discípulos, cuya presencia  en los antiguos terrenos de los enganchados tenía un cometido tremendo, una cuestión fundamental que lo había inquietado durante los últimos años y, que más de una vez lo obligó a levantarse de noche, traspasando la penumbra de ese desasosiego y sudando copiosamente, pensado en la solución política al problema de su inexorable desaparición física. No había revelado a nadie, ni siquiera a su médico de cabecera, Dr. José Zegarra Pupi el origen de estos malditos desvelos. A esta circunstancia temible obedecía la organización del viaje, y las llamadas telefónicas que desde su residencia en villa mercedes, él mismo había hecho a sus fieles colaboradores y compañeros de siempre. El tono que empleó era grave, y el estilo según lo describió Manuel Seoane, era verdaderamente trágico. Le había recordado una ópera, la de los nibelungos heroicos de Wagner o la escena triste de Hamlet y el fantasma de su padre asesinado. Haya lo meditó hasta el desquiciamiento, consistía en un único punto a tratar y tenía la forma de una interpelación personal, no tanto llamativa como funesta: “¿el Apra podrá sobrevivirme? 

Este era un capitulo que no estaba superado, y que era indispensable para el porvenir de la vida del partido,  capital para la vida de la nación, y  de la américa en la lucha, en el dolor y en la victoria”.  Por eso mismo la zona de arenales norteños estaba bien elegida. No podía ser otra que los valles azucareros de la libertad, donde se había gestado el aprismo, su doctrina y su martirologio.

Tenía 72 años, y en su maciza fe quedaba pendiente una brecha que sentía que tenía que cerrar. Alzó el semblante al cielo azul. Un aire terroso agitó el ala blanca de su sombrero. Si se mueren los lideres por la inevitabilidad de su marcha biológica, no tienen por qué morirse sus obras. Los partidos deben perennizarse, parapetarse en la resistencia heroica de su moral. Erguirse delante de la carroña pública del Estado, y sus corruptos aliados”. Reflexionaba apesadumbrado.

Pese a su edad, el viejo hombre logró dar un salto largo y ágil sobre un  montículo de tierra y caminó después por una rampa de madera, apoyándose en todo momento por el brazo leal de Idiáquez. Su mirada era lóbrega, y no se debía al viaje de tantos kilómetros desde Lima por carretera, que la hacían casi siempre de noche y en condiciones estrictas de seguridad, era la pregunta que lo martillaba para dar con la respuesta más idónea, más justa, y más patriótica. Entonces ocurrió que sobre las humildes acequias de este valle, puesto por la historia del combate social, de liza, frente a sus círculos más entrañables dijo, como si estuviera al borde del instante más crucial: Y si el partido no muriese conmigo, y si sólo se deformara. ¿Qué tanto se deformaría la promesa auroral del APRA, con mi extinción vital…? Su mirada era sobrecogedora, cargada como de un fatídico presagio.

Hay abundantes documentos al respecto de esta tormentosa preocupación de haya de la Torre, sobre las veces que su pensamiento clarividente intentó otear (tantas veces), el porvenir de su organización política, sin él. Y jamás imaginó, o no deseaba conjeturarlo, que la muerte de su partido, la muerte moral, la que realmente le interesaba, provendría de adentro, de sus filas, las más sensibles, de aquellas en la que su vehemencia principista se agotó trabajando acuciantemente en jornadas indesmayables, la que llamaba: sus inmaculadas esencias juveniles”, ese verdor de las juventud aprista en las que había depositado su mayor esperanza. Que si bien era hasta cierto punto natural presumir que su muerte traería consecuencias imprevisibles para el desenvolvimiento del partido, no era lo mismo creer que la “juventud indoamericana” mejor preparada, y sus militantes con más experiencia política ultimaran al Apra en el gobierno, en la hora sublime de la gran batalla contra el imperialismo.

Haya percibió, como los partidos, incluso los de naturaleza más ardiente, expiraban con el fallecimiento de sus fundadores. Esta inquietud se transformó en  la ancianidad, en una asoladora angustia, en un estado de continua zozobra. “Es un misterio la muerte, pero un enigma lo que acaece después de ella. No obstante las ideas no tienen por qué desvanecerse con sus artífices. Los partidos mueren por una cuestión de la mecánica de la biología, aunque bien vista las ideas sean vigorosas e inmortales”. Unas semanas antes del viaje, dejó traslucir estos sentimientos, y escribió una carta a un periódico, apoyándose en aquello que podía hacer al Apra incorruptible a los avatares del ejercicio del gobierno y el fin de la vida (la suya especialmente), sostuvo que eran “las ideas y la moral, redentoras”. Resumió que el programa (único, inalterable e irrevisable) del partido, era la expresión no sólo de su ideología, o de su pureza delante de otros pensamientos dominantes, sino junto a la limpieza de sus consciencias, el solitario camino de “subsistir en el tiempo, y al tiempo”.

Esta especie de conclusión lo tranquilizó un poco, mientras contemplaba como las hojas y las pajas resecas esquivaban la corriente del agua serena, que las emplazaba en un gracioso y diminuto remolino en el centro del cauce. Su atención fue interrumpida por el llamado de la convocatoria, ya era la hora, los nueve ya estaban tomando asiento a la espera de conjurar aquellos miedos espantosos sobre la deformidad de las ideas y la claudicación de sus partidarios. Y levantando muy en alto la mano izquierda, gritó: "¡Viva el Apra!" A la que los congregados algo sorprendidos y levantando también la mano izquierda, y encubriendo cierta incertidumbre y espera, le siguieron con un vibrante: ¡Que viva!
 
Carlo Rodríguez E.

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